Las promesas son para cumplirlas

Desde que el mundo es mundo, las campañas electorales han estado llenas de cientos de promesas por parte de los candidatos. A través de ellas intentan resolver los principales problemas de la población al momento de la elección.

Aunque a primera vista lo apropiado en democracia es tomar en cuenta la opinión y las necesidades de los ciudadanos para formular propuestas pertinentes, esta realidad tiene dos grandes deficiencias: La primera es la poca profundidad (y no pocas veces seriedad) con la que se construyen dichas promesas, cada vez más condicionadas por el marketing político; y la segunda y más grave, es el incumplimiento luego de ganada la elección.

Al llegar al cargo público, muchas veces sucede que las promesas no pueden ser cumplidas ya sea porque desde un principio no se tenía intención de hacerlo (solo eran un anzuelo para captar votos) o porque al llegar a la realidad del ejercicio gubernamental se percatan de que lo repetido hasta la saciedad en campaña no es factible técnicamente ni viable en el marco político.

La gestión de gobierno, por medio de políticas públicas, programas y proyectos que deben ser desarrollados en función de múltiples factores, es difícil de condensar en el poco tiempo que dura una campaña electoral, más centrada en marketing, la imagen y encuestas. Ahí tenemos un gran desafío, como sociedad.

Ahora que se debaten las reformas electorales, un gran paso sería analizar y diseñar un mecanismo de rendición de cuentas ante la ciudadanía, para asegurar que las promesas de campaña y las propuestas, contempladas en los planes de gobierno de los candidatos a puestos de elección, tengan carácter vinculante y cuyo incumplimiento genere consecuencias concretas.

De esta forma se obligaría a los candidatos a fundamentar mucho mejor sus propuestas, no solo con base a la necesidad de la población, sino a la realidad del cargo a elegir, profundizando en aquellas preguntas que desde hace muchos años una parte importante de la sociedad formula, y explicar no solo qué proponen para resolver un problema, sino cómo lo pretenden abordar.

Por otra parte, se reducirían a su mínima expresión las promesas grandilocuentes, simplistas y fuera de contexto que muchas veces buscan convencer a esa parte del electorado con menor capacidad o interés de análisis. Si a esta exigencia le sumamos la necesidad de que los candidatos exhiban perfiles con mayor capacidad, voluntad y credibilidad, mejoraríamos en gran medida la oferta electoral, para reducir aquella noción tan extendida de votar por el menos malo.

En este punto, no se trata de prohibir o limitar la libertad de los candidatos a presentar propuestas, sino que tanto ellos como la ciudadanía tengan conciencia de que a partir de ahora, aunque con marketing se puede vender casi cualquier cosa, y si llegan a ser elegidos tendrán que cargar con el peso de sus palabras. Así cobraría plena vigencia aquella vieja frase que dice: “El hombre es dueño de lo que calla y esclavo de lo que dice”.

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