La constituyente y la Concertación Nacional son complementarias
Una de las definiciones de la palabra “política” la describe como el arte de gobernar. Pese a que el término no es nocivo en sí, el escepticismo de la ciudadanía en quienes ejercen ese poder en Panamá hace que sea difícil reconocer que se trata de un proceso de negociación y de pugna ideológica necesarios para el ejercicio de la democracia.
Ha sido el formato, consistente y repetitivo, el que los partidos ganadores de las contiendas electorales utilicen su mando político para lograr poder económico y obtener acceso al botín de la victoria, lo que desprestigia el uso del término. Además, como se requieren enormes sumas de dinero para participar en las campañas electorales, esto bloquea la posibilidad de competidores emergentes, lo que fomenta el continuismo.
La revelación de los actos de corrupción, el requerimiento por parte de las autoridades de los implicados y el nombramiento de personas de solvencia moral y profesional en los cargos de contralor y procuradora de la nación actúan como ligeros alicientes para la ciudadanía, pero no calman la desconfianza en las autoridades ni corrigen la génesis de un problema tan arraigado en el país. Se podría decir que casi es una tradición en las prácticas de las autoridades.
Para acabar con la corrupción generalizada en los órganos del Estado durante el gobierno anterior, que penetró inclusive el sistema judicial, se requieren importantes reformas a la Constitución. Estas pudieran desarrollarse mientras se lleva a cabo la Concertación Nacional para el Desarrollo, porque el diálogo debe ser permanente en todo Estado democrático y ambas acciones se encaminan a implementar la justicia.
La transformación del dinero público en propiedad privada niega recursos a la consecución de objetivos en materia de educación y salud. La canalización de los fondos estatales en proyectos de alto perfil con sobrecostos agregados ha revelado su efecto final en las finanzas públicas. La corrupción a gran escala perjudica a la economía, promueve la injusticia y empobrece a toda la población y causa graves repercusiones sociales en la comunidad, ampliando la brecha de desigualdad entre ricos y pobres. Estos últimos no pueden satisfacer sus necesidades básicas de alimentación, transporte o medicamentos, lo que a su vez promueve la delincuencia y un estado de inseguridad. Así, los ciudadanos ven cómo su calidad de vida empeora día a día.
La corrupción es un problema extremadamente difícil de contrarrestar, incluso en los gobiernos democráticos, por eso es necesario diseñar una estructura legislativa e introducir los cambios necesarios en materia judicial que aseguren el debido cumplimiento de los procesos, reduzcan la tentación de incurrir en el enriquecimiento ilícito y la posibilidad de las autoridades en privilegiar los intereses particulares por encima del bienestar popular. Pero mientras que los controles teóricos no se materialicen en una constituyente, pensar en contrarrestar la corrupción sigue siendo una quimera.