El acuerdo Moncada Luna-González
Una gran expectativa generó el procesamiento criminal al magistrado separado Alejandro Moncada Luna Carvajal, por los delitos de enriquecimiento injustificado, falsedad de documentos, blanqueo de capitales y corrupción.
La noticia de un acuerdo entre el imputado y la fiscalía, representada en la figura de Pedro Miguel González, en el que Moncada Luna se declara culpable de los delitos de enriquecimiento injustificado y falsedad de documentos, con una sanción de 60 meses de prisión, como pena principal y penas accesorias de inhabilitación para ejercer funciones públicas, por igual período, y el decomiso de dos apartamentos, constituye un hecho sin precedentes y de suma importancia en el adecentamiento de la democracia, en nuestra opinión. Sin embargo, abre el compás para el necesario y obligante debate sobre la funcionalidad o disfuncionalidad del sistema, es decir, si el mismo es eficaz y adecuado a sus fines. En el caso que nos ocupa, si la Asamblea Nacional es apta para ejercer la delicada función de administrar justicia.
Se ha mencionado que entre las consideraciones que llevaron al fiscal designado a proponer un acuerdo al justiciable, como método de solución alterno a la justicia penal, jugó en contra el hecho de que, pese al caudal probatorio en el que sustentaba su teoría del caso, no contaba con los votos suficientes de las dos terceras partes de la Asamblea Nacional, necesarios para obtener un veredicto de culpabilidad en contra de Moncada Luna.
Si tomamos en cuenta que el referido acuerdo no tiene como elemento legitimador, la colaboración del procesado en el desarrollo de las investigaciones ni el arrepentimiento del procesado ni la concurrencia de alguna circunstancia atenuante del delito; pareciera que cobra vigencia la tesis sobre la posible insuficiencia de votos para lograr un veredicto de culpabilidad, debido a que algunos miembros de la Asamblea Nacional como instancia judicial, similar a la institución del jurado de conciencia, cuyas decisiones se toman por la íntima convicción de la mayoría (en este caso calificada), decidieron no despojarse de sus lineamientos formales-abstractos, de naturaleza exclusivamente políticos, y obviaron asumir con pundonor la responsabilidad cívica e histórica de administrar justicia en nombre de la República y por autoridad de la ley.
Por otra parte, digamos que la posición inicial de seguridad y hasta de desafío asumida por la defensa de Moncada Luna sucumbió ante la salida intempestiva del escenario político de los altos dignatarios de la pasada administración, estremecidos por la telaraña de denuncias e investigaciones por actos de corrupción, lo que es posible sembró dudas razonables –en la defensa del procesado– respecto del éxito de una estrategia de defensa enfocada en el manejo político del caso, lo que también llevó al procesado a optar por la aceptación del acuerdo.
Los anteriores extremos no hacen más que demostrar la disfuncionalidad del sistema, pues, si de lo que se trataba era de que la Asamblea Nacional ejerciera funciones judiciales de conformidad a lo previsto en el artículo 160 de la Constitución Política de la República de Panamá, entonces el debate debió plantearse en el plano jurídico-judicial y no en el político.
Si bien, el proceso al magistrado separado Moncada Luna y su desenlace constituyó un ejercicio interesante contra la corrupción, en mi criterio, no es suficiente. Pues, aun cuando, a nuestro juicio, la sociedad, ha mandado un mensaje “alto y claro”, digamos que, por ventura o fortuna, se obtuvo un resultado “aceptable”. Sin embargo, la aspiración de justicia, como función sensible y pretensión genuina de toda sociedad, no debe depender en lo absoluto de la suerte o el azar, ni de la política. De ahí la importancia de hacer funcionales las instituciones.