Constituyente originaria, su legitimidad y necesidad

Cuarenta y dos años después de su entrada en vigencia, la Constitución Política muestra sus grandes deficiencias y limitaciones. Así, desfasada, la ley fundamental no ofrece respuestas contundentes ante los problemas y nuevos retos que el Panamá del siglo XXI exige. Más allá de consideraciones de carácter político e ideológico, lo cierto es que el corpus del texto constitucional presenta deficiencias en su capacidad de reinventar o reformar las estructuras estatales para hacerlas más cónsonas con las demandas de la sociedad en materia de justicia, equidad y protección de derechos humanos, entre otros.

Una de las propuestas insignia de la campaña del hoy presidente Juan Carlos Varela fue, sin duda, la de convocar a una asamblea constituyente “paralela”. Intentaré presentar en este espacio las razones por las que creo inconveniente seguir adelante con una “paralela”, y ofreceré argumentos que refuerzan la legitimidad de la originaria.

En primer lugar, el proceso constituyente tiene como finalidad dotar de un nuevo pacto social al país y, por tanto, de una nueva organización política y jurídica del Estado. Es decir, es un proyecto dirigido a realizar cambios estructurales y no meramente coyunturales. Encontramos aquí el primer gran problema, puesto que los más acérrimos defensores de la constituyente paralela argumentan en su favor, por la posibilidad que brinda de emprender cambios “de forma” sin acometer reformas efectivas a los problemas “de fondo”. Al parecer, a nuestros gobernantes (puede que de manera inconsciente) les entusiasma llevar a la práctica la frase que Giuseppe Tomasi di Lampedusa plasmó en su obra El Gatopardo: “Es necesario que todo cambie si queremos que todo siga igual”.

En segundo lugar, desde el punto de vista doctrinal, la paralela implica un contrasentido a la esencia de lo que una constituyente realmente debe ser: originaria, y por tanto, pre jurídica, ilimitada y no sometida a los poderes constituidos (Ejecutivo, Legislativo y Judicial). En consecuencia, la paralela es una desnaturalización del concepto de constituyente planteado por el abad Sieyès (político de la Revolución Francesa, quien por primera vez sistematiza una teoría del poder constituyente) y llevado a la práctica por los revolucionarios liberales del siglo XVIII, tanto en Francia como en las 13 colonias estadounidenses.

Los detractores del ejercicio del poder constituyente desestiman la propuesta de una de tipo originaria, al esgrimir el argumento de que se trataría de un golpe de Estado. Quienes afirman esto ignoran que ese poder encuentra su fundamento y asidero en el principio democrático de “soberanía popular”, de herencia roussoniana y que postula el origen popular del poder político: el pueblo, como único y legítimo soberano en las sociedades democráticas, puede disponer libremente el cómo constituirse en Estado.

Para los más legalistas, cabe señalar que la Constitución Política vigente consagra en su artículo 2 la posibilidad de una constituyente originaria al disponer: “El poder público solo emana del pueblo…”.

A pesar de los argumentos antes esbozados y de los antiquísimos problemas que aquejan a nuestro país, a saber: corrupción sistémica, falta de credibilidad y eficiencia en las instituciones democráticas, inequidad, la no separación de los poderes del Estado, impunidad, entre otros, los perpetuadores del statu quo siguen descartando como inviable convocar a una constituyente originaria y hacen caso omiso a los alarmantes signos de desgaste del modelo político y económico del país. La partidocracia panameña, además de diversos grupos de poder económico, se siguen empeñando en desacreditar la reivindicación que, desde diversos grupos de la sociedad civil, movimientos políticos y colectivos diversos, se hace en pro de una constituyente que de verdad encarne los más elevados valores democráticos: pluralismo, igualdad de todos ante la ley, inclusión a los sectores sociales y la activa participación ciudadana.

La constituyente originaria se vislumbra, por lo tanto, no solo como una alternativa legítima de ejercicio del poder ciudadano, sino como un imperativo moral para aquellos ciudadanos que se ven comprometidos con la construcción de un proyecto nacional colectivo.

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