Educación y piropos
Ya se sabe que la solución de fondo para la guerra de Ucrania es que se haga un proyecto educativo a largo plazo que enseñe a los políticos que no hay que invadir países y a los hombres, que las armas son malas y que ir matando por ahí a quien lleva otra bandera es asunto de mal gusto que provoca inmensos dolores.
También es vox pópuli que para atajar de una vez por todas la corrupción la clave es un gran proyecto educativo que enseñe desde su nacimiento a todos los ciudadanos de un país que la honestidad y la probidad son valores fundamentales y que más vale ser pobre que ladrón.
No hay duda de que podremos ver en el futuro partidos de fútbol sin árbitro. Así será cuando haya cuajado en la educación la asignatura en la que se enseñe a parar al delantero sin darle patadas y a respetar las reglas del juego sin necesidad de coerción.
También he oído que la educación nos hará a todos profesionales dichosos con puestos de empleo, nos liberará de atavismos poco científicos y mejorará nuestra salud cuando aprendamos la materia de nutrición y salud personal.
Es posible. Es posible que todo esto sea así. Pero…¿y mientras? ¿Dejamos que los humanos se sigan matando en las guerras, que los corruptos campeen por sus anchas, que el deporte se convierta en un campo de batalla habitado por tramposos y que las creencias esotéricas se adueñen de nuestro espacio aéreo?
Pues eso es lo que ocurre con las manifestaciones visibles del sistema patriarcal o del racismo. Cada vez que en un país, como Panamá, alguien propone una ley que trata de sancionar las agresiones machistas o racistas, cualquier agresión, llegan los apologetas de la educación que insisten en que de nada vale prohibir sino que hay que “financiar una gran campaña educativa”.
Lo público se construye siempre en dos dimensiones: la urgente, que trata de remediar las “enfermedades” y desequilibrios sociales más acuciantes, y la de construcción civilizatoria, que con paciencia teje los mimbres para una nueva forma de convivencia más sana que la heredada.
Las dos dimensiones son fundamentales. Por eso creo que la propuesta de ley de Ana Matilde Gómez es válida, tanto que ha provocado ya un debate en el país que estaba soterrado. Parece que ahora nos preocupa que los empresarios –casi todos hombres– dejen de contratar mujeres por si las acosan, pero no nos quita el sueño la agresión directa del mal llamado piropo: un improperio fruto del machismo más vulgar y deleznable. Parece que nos parece mal que se multe o sancione la agresión cuando pedimos mano dura para pandilleros, corruptos y otros diletantes.
La sociedad de los que se consideran “buenos” trata siempre de evitar que se erradiquen sus propias prácticas. Es decir, preferimos pensar que los malos son otros y que los sancionables siempre son los que hacen lo que nosotros no practicamos.
Quizá por eso aplaudimos las sanciones a quien utiliza drogas consideradas ilegales, pero aplaudimos cuando nos instalan un PH Pub Herrerano en la esquina; nos parece bien que se actúe con dureza contra manifestantes y revoltosos, pero creemos que cualquier multa por exceso de velocidad es injusta; pedimos el apaleamiento de pandilleros de barrios pobres, pero justificamos el fraude fiscal por la alta presión que ejerce sobre los nuestros.
La hipocresía social no tiene límite. Los piropos no son ninguna expresión de galantería, igual que la ausencia de afrodescendientes en puestos directivos no es casualidad o la discriminación salarial de las mujeres es consecuencia de una especie de destino manifiesto. Los piropos son, en la inmensa mayoría de los casos, una agresión directa, la muestra del ejercicio ridículo del poder patriarcal, la cosificación de la mujer como “cosa bonita” sexual, como maniquí sin alma, como alma para otros, siempre para otros. Alguien me dirá que a muchas mujeres les gustan los piropos y es verdad. Son víctimas de su condición cosificada, de un modelo educativo que les enseña que su único valor es como objeto de deseo.
¿Hace falta un proceso educativo al respecto? Por supuesto. Como para casi todo. Pero los cambios culturales de fondo llevan generaciones y, mientras, no se puede permitir que el sufrimiento perdure.
El tiempo de las urgencias nos indica que hay que sancionar a quien agrede y a quien es cómplice en la agresión; que hay que legislar desde la óptica de la discriminación positiva para empujar hacia la paridad social; que hay que ser decididas a la hora de terminar con la discriminación salarial; que queda mucho por hacer pero que hay que empezar por algún lado.
Dudo que la iniciativa de Ana Matilde Gómez salga adelante. La ha presentado en una Asamblea Nacional profundamente machista y no cuenta con el respaldo de los medios de comunicación (tan patriarcales como la sociedad), pero yo me alegro que, al menos, nos haya servido para agitar el debate y posicionar el problema.