Una injusticia de nuestra justicia
La severa condena impuesta recientemente a funcionarios administrativos y policías imputados por las muertes de internos del Centro de Cumplimiento para Menores de Tocumen ocurrida el 9 de Enero de 2011, constituye otro vergonzoso episodio en la actuación de nuestro sistema de justicia penal.
Como recordarán, en la fecha y lugar mencionados se produjo un motín protagonizado por reclusos, cuyo saldo trágico fue de cinco fallecidos, como consecuencia de un incendio en uno de los pabellones de ese lugar. Este hecho, como era de esperar, ocasionó indignación en amplios sectores de la sociedad, porque desde que ocurrieron siempre se le transmitió a la ciudadanía la idea de que el incendio fue provocado por los policías que trataban de controlar la revuelta y evitar la fuga de los detenidos.
Si bien es cierto que en los videos ‘editados' que nos presentaron en los principales noticieros televisivos, se observan imágenes de policías utilizando gases lacrimógenos y palabras duras contra algunos de los internos, a mi juicio estos actos no demuestran que hubo deseo de asesinar por parte de los funcionarios responsables de ejercer la custodia de ese lugar. Estoy seguro de que ninguno de los policías, ahora condenados con severidad desproporcionada, ese día amaneció con ganas de ir a su trabajo ‘a matar a algunos detenidos'. Nunca existió la intención ni la planificación de los terribles hechos que acontecieron, pero aún así los jueces decidieron en una primera instancia imponer penas sin precedentes de 46 y 40 años de cárcel a personas que antes del incidente ni siquiera tenían antecedentes penales. Esto lo considero una canallada, por decir lo menos.
Es sabido que en muchos países han ocurrido motines en centros penales o de resocialización, como prefieren llamarlos ahora, y en la mayoría de los casos los prisioneros incendian colchones e incurren en otras formas de violencia para lograr los objetivos del alzamiento, lo que generalmente ocasiona víctimas fatales, ya sea por acciones de las fuerzas de seguridad que tratan de reestablecer el orden, o como consecuencia de la violencia ejercida por los propios rebelados. Casi siempre en estos escenarios la policía utiliza las granadas o latas de gases lacrimógenos e incluso armas de fuego, si la situación lo amerita.
Sin embargo, y por lo que ha salido a la luz pública, en el caso de Tocumen, la Fiscalía encargada de las investigaciones satanizó el uso del gas lacrimógeno e incluso, apoyada en peritajes de dudosa credibilidad, concluyó que fue el causante del fuego que lesionó a los reclusos y finalmente les causó la muerte a algunos de ellos. Si fuese cierto que el gas lacrimógeno causa incendios entonces por qué se ha utilizado y sigue vigente como herramienta de control de multitudes en disturbios. En esos desórdenes callejeros, es común el uso del fuego por parte de los manifestantes, y nunca se ha visto que este gas avive esas llamas e incendie a los participantes en la protesta.
Definitivamente creo que la presión mediática en este sonado y triste caso terminó causando una infamia. Matar en vida echándole 40 años o más de cárcel a la que era directora del centro de detención y a los policías que sofocaban la revuelta, lejos de ser un logro merecedor de los aplausos de la sociedad, constituye otra descabellada decisión de los llamados a impartir justicia en este país.
Los invito a repasar el historial de condenas a algunos de los más crueles asesinos que hemos tenido (sicarios, descuartizadores, homicidas en serie, etc.) y, sin temor a equivocarme, les aseguro que no encontrarán condenas similares a las impuestas en esta ocasión. En lugar de eso, a algunos criminales los medios los convierten en celebrid ades, como al llamado ‘Salvaje Bill', cuya reciente boda, estando en la cárcel, recibió cobertura noticiosa.
Y que no se me mal interprete. No estoy exonerando totalmente de culpa a los acusados. Obviamente la falta de entrenamiento para enfrentar el tipo de situaciones que se dieron aquel fatídico día les pasó factura, pero de ninguna manera merecían un linchamiento absurdo como el que se ha cometido, porque, repito, no hubo premeditación y alevosía, dos requisitos indispensables para que un juez opte por aplicar la pena máxima posible, y todo indica que ellos no iniciaron el fatal incendio.
Ojalá el Tribunal Superior o la Corte Suprema de Justicia no se dejen influenciar por la presión mediática y de otra índole muy característica de estos casos, y actúen de manera imparcial y sobre todo justa, al atender la apelación presentada por la defensa de los condenados.
Y a los fiscales de la causa les digo que no es el momento de celebrar. Esto que lograron no es un triunfo del cual deben sentirse orgullosos, más bien pienso que, si algún día reflexionan, pueden terminar encorvados por el peso de sus conciencias.