Torpeza Y Corrupción

James Madison, cuarto presidente de Estados Unidos, explica en El Federalista (No. 57): “La elección de los gobernantes constituye el sistema característico del gobierno republicano. Los medios en que esta clase de gobierno confía para evitar la degeneración de aquellos [los gobernantes] son numerosos y variados. El más eficaz consiste en limitar los periodos para los cuales se les designa, en tal forma que sean debidamente responsables ante el pueblo” (http://libertad.org/wp-content/uploads/2013/04/El-Federalista.pdf).

Lo que Madison y sus colegas llamaban “república” equivale a lo que hoy llamamos “democracia representativa”. A finales del siglo XVIII, Madison y sus compañeros intelectuales aún se ceñían a la antigua definición de democracia, un sistema en el cual los ciudadanos se gobernaban directamente, sin intermediarios.

El sistema republicano delega “la facultad de gobierno en un pequeño número de ciudadanos, elegidos por el resto” (Madison, El Federalista No. 10). Esa delegación, según la teoría republicana, produce dos efectos importantes.

El primero: permite que la república comprenda “un número más grande de ciudadanos y una mayor extensión de territorio” que la democracia clásica. Un gobierno popular en que el cuerpo ciudadano se gobierna directamente (democracia clásica) solo puede ejercerse en un ámbito pequeño, que abarque, a lo sumo, unos cuantos miles de ciudadanos. Un gobierno popular indirecto (república o democracia representativa), en que la colectividad se gobierna indirectamente mediante representantes, puede ejercerse en un ámbito que abarque millones de personas.

El segundo efecto es que el sistema republicano permite, a través de su fórmula electoral, “conseguir como gobernantes a los hombres que posean mayor sabiduría para discernir y más virtud para procurar el bien público” (Madison, El Federalista No. 57). Evidentemente, las probabilidades de que el sistema republicano produzca buenos gobiernos dependen de ciertos factores, principalmente –según Madison– la fórmula electoral y un mandato razonablemente corto: ni tan breve que menoscabe la estabilidad y “energía” del gobierno, ni tan largo que propenda al abuso de poder y la tiranía.

En Panamá teníamos períodos presidenciales de cuatro años, que también era la duración del mandato de los diputados. Los concejales, a su vez, duraban dos años en sus cargos.

A partir de 1932 se alargó a cuatro años el período de los concejales.

En 1972, la dictadura de Torrijos prolongó a seis años el período del presidente y los representantes de corregimiento. En 1983, la dictadura de Paredes fijó en cinco años todos los períodos constitucionales, un término demasiado largo.

Si cojeamos en lo que a duración de mandatos respecta, en lo se refiere a la fórmula electoral, somos parapléjicos. El sistema electoral impuesto por los militares, aún vigente, garantiza que sus efectos serán opuestos a lo que pronosticó Madison. En vez de sabiduría y virtud, es torpeza y corrupción lo que produce.

Cada cinco años, concluidas las elecciones, se realizan reformas electorales cosméticas, que no atienden los problemas fundamentales porque quienes las plantean carecen de los conocimientos para mejorar el sistema electoral según criterios republicanos y porque, además, no tienen autonomía frente a las cúpulas de los partidos políticos, a las cuales les conviene que el régimen de indecencia creado por la dictadura permanezca inalterado.

El mejoramiento del régimen electoral pasa, invariablemente, por cambios constitucionales y legales que democraticen radicalmente la designación de candidatos a todos los puestos de elección; transformen de raíz el método para elegir a los integrantes a los consejos municipales y la Asamblea Nacional, de forma tal que se elija a concejales y diputados en circuitos de adecuada magnitud mediante una fórmula de representación proporcional; prohíban absolutamente el financiamiento privado a las campañas políticas; castiguen severamente el uso de recursos del Estado para promover las candidaturas oficialistas; y sujeten las actuaciones del Tribunal Electoral a controles democráticos, incluyendo veedurías ciudadanas.

No es posible que, en nombre de una pretendida “autonomía”, los jerarcas de esa organización sigan manejando su presupuesto arbitrariamente para, entre otros propósitos, llenar la planilla de parientes y amigos (seguramente, por amor).

Mientras no se produzca un “revolcón electoral”, nuestro sistema de elecciones seguirá llevando al poder al elemento menos calificado de la sociedad: lo opuesto a lo que anhelaron quienes a finales del siglo XVIII diseñaron el gobierno republicano que supuestamente rige en Panamá.

 

Los comentarios están cerrados.