Reputación internacional
A pesar de sus reducidas proporciones, Panamá tiene potencial y recursos para ocupar un buen lugar en el ámbito internacional. Nuestro istmo, por ejemplo, pudiese ser conocido por la calidad de su democracia liberal, la cuarta más longeva de la región.
Pero es difícil que nos desarrollemos en ese sentido mientras el sistema político siga secuestrado por delincuentes electorales, a ciencia y paciencia de una ciudadanía pasiva que les permite a los maleantes toda clase de vagabunderías.
Panamá podría distinguirse por su capital humano. Con los ingresos que generamos, no debería ser problemático educar adecuadamente y mantener en buen estado a cerca de 4 millones de personas.
Ese desarrollo no será posible, sin embargo, mientras el sistema educativo siga en manos de individuos con serias limitaciones intelectuales, que conciben el proceso de enseñanza en términos tecnocráticos o mercantiles.
Sería interesante que sobresaliésemos por nuestro cuidado ambiental, por la forma como gestionamos nuestro patrimonio ecológico, sus abundantes recursos hídricos y su envidiable biodiversidad. Pero conspiran contra ello centenarias prácticas de destrucción ecológica y la incompetencia de los funcionarios ambientales que solo sirven para figurar o tramitar negociados.
Efectivamente, en vez de darnos a conocer por algo bueno, tenemos una reputación internacional poco satisfactoria. En el extranjero se nos considera paraíso fiscal, centro de lavado de dinero y país corrupto.
En alguna medida sobre todo en lo que concierne a las acusaciones de paraíso fiscal el desprestigio procede de un interés por reducir la competitividad de nuestros servicios internacionales. También es cierto que no somos los únicos que merecemos mala fama en ese sentido.
Otras “jurisdicciones”, entre ellas, zonas metropolitanas o territorios ultramarinos de miembros de la OCDE (que presumen de impolutos) y grandes bancos domiciliados en Estados de mayor renombre, participan, mucho más que Panamá, en el nauseabundo festín de la evasión fiscal, el lavado de dinero y la corrupción.
Ese es el principal aspecto que revela más bien, confirma la filtración de los denominados “papeles de Panamá”. Nuestro país es un apéndice, lucrativo para algunos, en el entramado mundial de rapacería y latrocinio asociado a la economía global, supuestamente transparente y dizque socialmente responsable.
Como lo señaló la historiadora panameña Marixa Lasso, formamos parte de “ese espacio indispensable, pero con el que nadie se quiere asociar, de la economía mundial”, donde se escenificaron, siglos atrás, el tráfico de esclavos y la piratería. De allí surgieron las grandes fortunas europeas y estadounidenses “que jugaron un papel fundamental en el desarrollo de la revolución industrial”.
Ahora, agrega la Dra. Lasso, “son las sociedades offshore”, segmento “de un engranaje económico mundial” del que toda la clase financiera internacional se beneficia, pero del que esa clase prefiere no hablar.
A pesar de estas realidades, la mala reputación de Panamá proviene, mayormente, del uso de nuestra economía de servicios para fines nada encomiables. Esto ha ocurrido por nuestra indiferencia ciudadana, arriba mencionada en el contexto de la democracia, aunada a la complicidad de nuestras “autoridades” (carentes de toda autoridad moral) con el crimen internacional.
Por su ineptitud y venalidad, esas “autoridades” en el poder Ejecutivo, el Órgano Judicial, el Ministerio Público, la Contraloría General de la República, la Asamblea Nacional y las múltiples agencias regulatorias y superintendencias, se niegan a actuar inclusive de cara a los más evidentes indicios de irregularidades.
Ciertamente, hace décadas circulan alusiones a cuestionables actividades de la firma forense situada en el ojo de la tormenta. En diciembre de 2014, la revista electrónica Vice se refirió a dichas actividades en un impactante reportaje (http://www.vice.com/read/evil-llc-0000524-v21n12).
La investigación del periodista Ken Silverstein expuso los vínculos del bufete con “una colección de conocidos gánsteres y ladrones”, entre los que mencionó a los dictadores Gaddafi, de Libia y Mugabe, de Zimbabwe. Pero en Panamá, nadie le prestó atención a Silverstein.
Ya es tiempo de que asumamos nuestra responsabilidad y dejemos de achacarles enteramente a los demás la culpa por nuestro desprestigio. La mala reputación es un problema histórico que se remonta a la dominación española, recibió fuerte impulso durante la dictadura militar y no se corrigió cuando el país transitó hacia la democracia.
Ahora, el gobierno y la sociedad tienen que enfrentarla con firmeza, sin miramientos ni tembladeras.