Precaria credibilidad institucional

En reiteradas elaboraciones teóricas, he sostenido que si bien la manera de conducirse del individuo es el elemento causal de la precaria credibilidad de nuestro entorno institucional, político–jurídico, no menos cierto es que tales actitudes fallidas se dan en el marco de las reglas del juego constitucional que a gritos pide reformas profundas, temidas por la clase política.

También he escrito que, en la medida en que mantengamos la forma de relacionar y correlacionar los factores del poder institucional, la acción individual de querer que las cosas mejoren caerá en el vacío. La vida en sociedad no resiste esa forma triangular en que el Ejecutivo selecciona a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia (CSJ), estos son juzgados por la Asamblea Nacional y, a su vez, los diputados por la CSJ. Así nunca tendremos un Órgano Judicial que se desempeñe con independencia, fiel garante del equilibrio entre el poder Ejecutivo y el poder político institucionalizado en la Asamblea Nacional.

Además, históricamente han sido las propias constituciones políticas del país las que han dado un curso exacerbado, y hasta execrable, al régimen presidencialista que asfixia al ciudadano con esa concentración de poder y control que siembra temor. En no pocas ocasiones se comporta como el leviatán y emula prácticas absolutistas. La verdad sea dicha, nuestros gobernantes y políticos se comportan como si los ciudadanos fueran sus súbditos. Les cuesta entender que entre gobernantes y gobernados –y así lo entienden autores modernos de ciencia política– hay una relación sinalagmática; es decir, la cultura democrática–ciudadana y deliberativa (Ronald Dworkin), que no se agota con el acto de votar. Desde la perspectiva republicana, el pueblo –soberano popular y fuente primaria del poder político– nunca renuncia a fiscalizar y controlar la gestión de sus gobernantes. Estos últimos son reacios a esa forma de intervención ciudadana. Les incomoda eso de “sociedad civil” y la tratan eufemísticamente con alegatos y discursos para mediatizarla. En ese contexto, poca importancia se le da al artículo de la Constitución que señala que el poder, en todo su alcance, descansa en el soberano pueblo. En mi opinión, nada impide que este sea invocado cuando haya que asumir decisiones política de recomposición republicana y democrática. Se trata de una norma heredada de esa mentalidad de cambios que impregnó a la evolución francesa.

Tenemos una institucionalidad perniciosa, y ello es de vieja data. Llevamos décadas de lidiar con las mismas situaciones, pero nos resistimos a dar un salto de calidad y esto continuará, si la ciudadanía no obliga a los gobernantes y políticos a que se despojen de los privilegios y beneficios que la Constitución le otorga. Por ejemplo, respecto a la justicia, observamos espectáculos que en otra circunstancias darían lugar a la deposición de su cuerpo colegiado. En lo particular, no veo que exista esa voluntad, por lo que seguiremos escribiendo y hablando de lo mismo en los próximos lustros.

Somos prisioneros de una especie de lógica del trompo, es decir, damos vueltas y vueltas, mientras los gobernantes y políticos siguen en su zona de confort, a contrapelo de la necesidad de renovar la arquitectura constitucional para caminar hacia una nueva república.

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