Los peligros de una constituyente
La grave crisis que afecta a la Corte Suprema de Justicia, producto de un turbio fenómeno que se ha gestado por años y que ha intoxicado crónicamente la estructura judicial. Ahora aflora como un tumor maligno que se ha estado alimentando de la endeble consistencia ética y moral de juzgadores inescrupulosos y malignos, que han utilizado la majestad de sus responsabilidades para enriquecerse y depredar la administración de justicia como bestias carroñeras; ha provocado que voces de la sociedad civil, del Colegio Nacional de Abogados y del propio Tribunal Electoral hayan manifestado la necesidad de crear una nueva Constitución.
Pareciera que la Constitución fuese la culpable de la precaria calidad moral de los gobernantes, del deterioro de la institucionalidad, y de la permisividad y corrupción con que los grupos de poder succionan beneficios del Estado; ello no es así.
La Constitución es un instrumento, no un fin, creado para lograr en resumidas cuentas, el desarrollo del Estado y el bienestar general de la sociedad. La creación de una carta magna debe realizarse por medio de una asamblea constituyente paralela conformada por 60 ciudadanos elegidos por el voto popular de acuerdo con lo que establece el artículo 314 de nuestra Constitución. Pero elaborar una nueva no es tarea fácil.
Hay sectores que consideran que debe salir de un consenso nacional, donde todos los sectores deben opinar. A mi juicio tal iniciativa sería una utopía en la práctica.
Entrar en una discusión nacional en la que panaderos, sindicatos, jubilados, médicos, abogados, amas de casa, gais, prostitutas, marinos, agricultores y otros tantos pretendan hacer valer sus opiniones, es evidentemente un desastre anunciado.
No significa que no se les debe tomar en cuenta, pero lo práctico sería nombrar una comisión limitada de expertos respetables y honestos que preparen un proyecto cónsono con los objetivos de desarrollo nacional. Pero, para lograr imponer la iniciativa de una nueva y mejor Constitución, se requiere fuerza política que el gobierno no posee.
El Tribunal Electoral sería el garante de tales elecciones, pero lo que no puede garantizar el Tribunal Electoral será la injerencia y manipulación visible o no de los partidos políticos y de los poderes reales que no estarán dispuestos a otorgar derechos ni a renunciar a privilegios en un nuevo texto constitucional. Y el peligro es real porque ni los políticos ni los partidos políticos han demostrado lealtad a sus fundamentos y mucho menos hacia los electores y al país.
Al carecer el gobierno de la fuerza política para establecer un nuevo texto constitucional, es evidente que tal situación se puede convertir en una oportunidad para que los políticos impongan condiciones y debiliten aun más al gobierno. Pero lo más grave pudiese ser que la propia sociedad aceptase un instrumento constitucional peor, porque la indolencia cívica que la perla es otra motivación para que los oportunistas de siempre logren asentar a nivel constitucional la protección de sus intereses.
Al final del día no importarán las bondades de una nueva Constitución, si la calidad humana de ciudadanos y gobernantes sigue sumida en esa disonancia cognitiva que irrespeta y desconoce el capital institucional del país. El panorama para una constituyente no está claro; negros nubarrones amenazan su devenir. Debemos, todos, actuar con cautela y sensatez.