La impunidad de cuello blanco

Está ampliamente comprobado que la corrupción generalizada aflige al país y al sistema político. Y es el Estado el que está llamado a actuar con firme determinación para perseguir, procesar y sancionar a quienes caigan en este desafuero.

Pero es la corrupción de cuello blanco de la administración pública desde las altas esferas gubernamentales la que ha sido el sello de los últimos gobiernos. Han abusado del dinero público mediante el peculado, el desfalco, la malversación y el blanqueo de capitales; un rosario sin fin de millonarios perjuicios a las arcas del Estado, ergo, al pueblo panameño. Todo ello, con una absoluta impunidad. Los ejemplos sobran. Y es que los ladrones de la cosa pública saben de antemano que están amparados por el amiguismo, el clientelismo o por su grupo de poder político. Aunque esta fauna corrupta no está constituida exclusivamente por personas de alto nivel socioeconómico, existe una gran verdad: hay una ausencia, casi completa, de reproche de parte de la clase social o económica a la que pertenecen. Mientras, la población es testigo de su desprecio por la ley, amparados por sus mal habidas fortunas y las deficiencias crónicas que sufre nuestro sistema judicial.

El gobierno de Juan Carlos Varela ha tomado acciones específicas, jamás antes vistas, para la rendición de cuentas de la gestión pública. Hay quienes argumentan que privar a delincuentes confesos de su libertad en arrestos domiciliarios o país por cárcel no es privación efectiva de la libertad; pero, ¿acaso hemos visto en gobiernos anteriores medidas similares? ¿O es que los corruptos de otrora resultaron mucho más hábiles para delinquir? Sin lugar a duda, campeaba la impunidad y la cultura del “borrón y cuenta nueva”. Son incontables los que se han quedado sin castigo.

Por otra parte, es desconcertante y pavoroso que sectores de la sociedad pretenden justificar casos emblemáticos de corrupción con aquel “pero todos han robado”. Con este desparpajo no solo toleran la corrupción y la impunidad, sino que las convierten en hechos inevitables y en un comportamiento de la sociedad en general. Es un caldo de cultivo que corroe la moral y la cohesión del pueblo, socava la gobernabilidad y deslegitima el sistema democrático.

Ante este grave y triste panorama, ¿qué pueden esperar los jóvenes de hoy? ¿En qué instituciones afincan su anhelo ciudadano de poner fin a lo que lo anterior implica? ¿Es que estamos condenados a que la corrupción y la impunidad nos definan como país y que, hastiados e indignados, nos arrastren hacia voces e ideas que propician la “mano dura” y el autoritarismo?

La inmensa mayoría de los ciudadanos estamos ávidos de que se cumplan las expectativas creadas para la rendición de cuentas efectiva y para impartir justicia. Claudicar no es una opción. La lupa está puesta en el país. Como gobierno y sociedad es el desafío que todos tenemos.

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