La demora injustificada también es corrupción
El punto más infravalorado de la gestión ante los organismos estatales, es la burocracia por la que deben pasar las peticiones y denuncias, mientras se tramitan. Estas, que la ley exige se den por escrito, transitan por períodos de traslado, valoración y, finalmente, después de los pasos que el procedimiento respectivo indique, de una decisión de parte de la autoridad, persona o grupo de personas a las que la ley le otorgue tal facultad. El trámite de aquellas peticiones da vida a la maquinaria del derecho administrativo, que organiza la vida pública. ¿Pero qué pasa cuando aquella maquinaria, como ocurre en Panamá, deja de funcionar? La mora en cualquier petición que se haga a la administración del Estado es exagerada me atrevo a decir que la más alta de todos los tiempos, en un momento en que las entidades tienen un presupuesto mayor y más personal jurídico y técnico para atenderlas. Así es normal que una petición cualquiera se estanque, sin mayor reparo, dentro de los despachos de entidades, quedando su seguimiento dependiente de un tesón extraordinario o de los recursos necesarios para un peregrinaje diario institucional, y sin garantía alguna de éxito. La mora injustificada tiene consecuencias jurídicas disciplinarias, según la Ley No. 9 de 1994 y el Código de Ética del Servidor Público; administrativas, según la Ley No. 38 de 2000; y penales, según la Ley No. 14 de 2007. A pesar de esto, esta lacra no se combate, más bien es estimulado tanto por quienes la practican, como por aquellos que dirigen las entidades públicas. Las terribles consecuencias de esta práctica son devastadoras en la economía de las empresas grandes y pequeñas, para la estabilidad de las inversiones de toda índole, el funcionamiento efectivo de las leyes de la República y, con ello, tanto de la aplicación de los derechos de los que gozan los habitantes del istmo, como cualquier aspiración individual, personal o profesional, que deba pasar por supervisión estatal. Este sistema, que se consolida, otorga grotescos y prohibidos poderes a los servidores públicos: El derecho a ignorar peticiones y a su trámite selectivo; la posibilidad de reemplazar respuestas escritas con reuniones informales en las que cualquier cosa puede pasar; el derecho a mentir sobre el estado del expediente o a escudarse en “30 días”, cuando en realidad demoran “un año”, y la facultad de caducidad de derechos, aunque el peticionario no haya sido el responsable. Lo anterior concuerda con conductas impuestas al peticionario por este régimen, como resignarse a la pérdida de documentos; no expresar molestia ni a usar la denuncia de mora, a riesgo de que si lo hace “ahí sí se pierde el trámite”; estar “agradecido, porque “al atenderte” te están “ayudando”; o a lo que sucumben muchos peticionarios, incurrir en distintas formas de soborno, “para que se muevan los trámites”. Es hora de combatir este flagelo, que es uno de los tentáculos más fortalecidos del monstruo de la corrupción.
Harley J. Mitchell Morán