La democracia y el derecho al saber
No hay duda de que, históricamente, la democracia moderna, en su evolución, tiene el mérito de haber reivindicado el derecho de todos al saber, pero no ha de olvidarse (y casi siempre se olvida) que la democracia moderna (como toda otra forma, no solo política de progreso humano) es obra de la aristocracia; es decir, de los mejores. Así, la Revolución francesa es obra de los ‘aristócratas’ de la cultura del tiempo, que por pura coincidencia histórica eran también nobles casi todos; y los teóricos posteriores de otras formas de democracia son hombres que han reivindicado el derecho de todos al saber, por el hecho de haber demostrado que ellos lo sabían ejercer, precisamente con iluminado pensamiento, en los límites en que tal pensamiento se hallaba iluminado.
El democrático derecho al saber no es una conquista de las masas (en la historia no existen conquistas de las masas, excepto para los demagogos de profesión, interesados en explotar a las mismas masas con todas las armas mentirosas y corruptoras de la propaganda) –entendiendo por ‘masa’, cualquiera que sea la clase social a que pertenezca, el conjunto de hombres sin cualificar por el recto uso del derecho al saber—, sino la conquista de una élite, que ha descubierto y reivindicado a favor de las masas tal derecho humano, para que todo hombre, según sus capacidades y buena voluntad, ocupe un grado en la escala de la élite, es decir, para que tenga cualificación. Es verdadera nuestra tesis de que la auténtica democracia es la que siempre se expresa en formas aristocráticas, vale decir, no la democracia demagógica, sino la aristocrática, cuyo cometido es el de elevar a todo hombre a formas de vida superiores, y proporcionalmente a su verdadera personalidad.
Por esto nosotros, lo mismo que somos contrarios a la retórica del ‘trabajo intelectual’, que, según un humanismo individualista y parcial, considera a la cultura como privilegio de una clase y a quien la posee como un privilegiado con derecho a despreciar y a dominar a los otros; del mismo modo somos contrarios a la más reciente retórica del ‘trabajo manual’, que, desconociendo y despreciando los valores superiores del intelecto y casi acusándolos de ser ‘antidemocráticos’ y ‘antisociales’, reconoce como clase superior y privilegiada la de los agricultores y obreros. Aquí es donde reside un voluntario desenfoque del problema, un equívoco deliberado. Saber no es solo cultura humanística o altamente científica ni mucho menos ocupar un puesto elevado en la vida social.
La cuestión no está en sustituir un privilegio por otro, la superioridad de una clase sobre otra ni en nivelar a la humanidad al grado más bajo solo porque la mayoría de los hombres no puede elevarse a los grados más altos (o cree no poderse elevar por un falso concepto de elevación personal o social, que se hace coincidir con la ocupación de puestos socialmente más elevados o con la ganancia y bienestar material) sino en eliminar todo dominio de una clase sobre otra y todo privilegio arbitrario de unos hombres contra otros, no nivelando según el grado más bajo, sino tratando de elevarlos a todos, cada uno en sus límites y posibilidades, al grado más alto posible de la perfección espiritual, coincidente con la plena actualización de la personalidad que le es propia y que nada tiene que ver con la jerarquía social de los puestos.
La elevación interior de un hombre no se mide arbitrariamente por el puesto que ocupa ni por lo que hace, sino por el modo con que realiza su trabajo y por lo que es intrínsecamente; es decir, siempre según su criterio auténticamente democrático. No hay nobleza del trabajo manual ni del intelectual, si el trabajo (todo trabajo) no se rescata en la nobleza del espíritu, que es siempre aristocracia; y las instituciones que en ella se actúan, las que hacen posible el progreso de la democracia, en otras palabras, la elevación de las masas a fin de que ya no sean ‘masa’, y cierra las puertas a la demagogia, a la tiranía y a la dictadura.
Paulino Romero C.