La constituyente, una reflexión
El Colegio Nacional de Abogados (CNA) instaló formalmente una Comisión pro Constituyente. Loable decisión, si se considera que la posibilidad de ese ejercicio siempre ha sido el resultado de una acumulación de factores históricos, políticos y económicos, impulsados por fuerzas que actúan en la sociedad de manera organizada. El CNA es una de esas fuerzas y su propuesta sobre la constituyente merece una reflexión seria, no solo por la presencia de los factores citados, sino por la expectativa que despertó durante el más reciente proceso electoral.
Una Constitución es una síntesis de las ideas y principios históricos, sociales, políticos y económicos que conforman y condicionan la sociedad, en un ordenamiento jurídico que rige o pretende regir un país, pero cuando resulta ineficaz para la vida social, da apertura a la necesidad de reformarla o sustituirla por una nueva. Como dijo el maestro del derecho constitucional de Panamá, José Dolores Moscote: “Cuando un país ha llegado a la convicción de que las normas establecidas en su estatuto fundamental no son ya adecuadas para continuar rigiendo su vida social, ello no debe tomarse como un hecho indiferente cuyas causas y consecuencias fuera ocioso escudriñar…”.
Por muy rígida que sea la naturaleza de una Constitución, difícilmente puede escapar a esa necesidad social y política de reforma o cambio por una nueva. El problema complejo que sí se presenta al derecho constitucional moderno, y en particular el de cada país, es el de los procedimientos para reformar o sustituir la Constitución. Entre esos sistemas figuran los denominados “procedimientos populares”: el referéndum, plebiscito, la revocación popular, y ¿por qué no?, las asambleas constituyentes.
Tal es el caso del referéndum, mediante el que se somete a la decisión del pueblo una materia o asunto constitucional para que, por voto mayoritario, se ratifique o no. Otros procedimientos están referidos al “orden constitucional preexistente” y pueden ser jurídicos o de hecho. Los primeros jurídicos predispuestos en alguna forma en la Constitución, que establece o predispone en la norma el mecanismo ordinario para sus reformas, el que se desarrolla generalmente por vía de legislaturas ordinarias. En cuanto a los de hecho, estos se realizan con prescindencia del método predispuesto en la norma constitucional, como es el caso de las revoluciones.
Lo cierto es que esas divisiones establecidas con criterios absolutos por la doctrina del derecho constitucional, muchas veces son confusas y aparecen entremezcladas en la realidad sociopolítica; pues en cada país tales reformas se han desarrollado por cualesquiera de los procedimientos señalados, según sus condiciones y particularidades reales, históricas, políticas, sociales y económicas.
El derecho constitucional de Panamá no ha sido la excepción, ni para introducir reformas parciales a las constituciones, ni para reemplazarlas por una nueva. Ese sucesivo ensayo ha sido producto de una acumulación de experiencias históricas, políticas, sociales y económicas del pasado y presente, que se manifiesta en una constante búsqueda de aspiraciones y propósitos, destinada a lograr el ordenamiento jurídico que responda adecuadamente a las necesidades sociales del país.
Una síntesis retrospectiva del desarrollo histórico del derecho constitucional de Panamá bastaría para demostrar que, parciales o extensas, las sucesivas reformas constitucionales que han regido el país, desde el primer estatuto fundamental de 1904 hasta la Constitución vigente de 1972, tuvieron como fuentes originarias el procedimiento jurídico predispuesto en la propia Constitución. Baste recordar las experiencias históricas que dieron origen a las de 1941, 1946 y 1972, porque en ninguno de esos tres casos, la nueva Constitución se creó por la vía jurídica que señalaba la anterior.
José Dolores Moscote, quien vivió, sintió e impulsó desde el año 1929 el movimiento reformista constitucional panameño, ha dicho: “…la reforma de un estatuto constitucional no se hace porque alguien, persona o colectividad, la quiera por acto espontáneo o inmotivado. La experiencia social cotidiana (…) es, indudablemente, la primera y la más vigorosa de las fuerzas que impulsan todo movimiento que implique cambio en las instituciones fundamentales. Puede haber, y seguramente las hay, otras fuerzas que concurren a impulsar este movimiento, pero, sin desconocerlas, aquella experiencia, transformada en incoercible convicción popular, es la que más debe contar, al darle expresión definida al anhelo reformista.
Hace décadas hemos ido construyendo un nuevo país. La interrogante radica en si el ordenamiento jurídico vigente responde a esa nueva realidad o exige ser readecuado. Los años que tomamos para evaluar este aspecto parecieran sugerir la valentía como presupuesto de decisión.