La ambición de poder y riqueza
Poder, riqueza y corrupción son palabras que han definido gran parte de la historia de las civilizaciones. Querer ser rico y poderoso, económica o políticamente, no es malo mientras dichas ambiciones tengan como fin objetivos éticos y moralmente positivos y legítimos, en beneficio propio y para la sociedad como un todo.
El problema surge cuando estas ambiciones se tornan obsesivas, posesivas y desequilibran el carácter de los individuos, al punto de internalizar que, para su obtención y uso, requieren incurrir en los principales pecados capitales de la religión católica, como la envidia, la avaricia y la codicia. Para justificar así la necesidad de controlar y disponer de vidas y destinos a voluntad, al estilo de El Príncipe de Maquiavelo: “El fin justifica los medios”. Ejemplos históricos de estas conductas fueron los Duvalier en Haití, Pinochet en Chile, Batista en Cuba, Somoza en Nicaragua y Enron y Lehman Brothers, entre muchos otros.
Llegado a este punto, la persona ya está corrupta y, como un virus, propaga su corrupción a todos cuantos lo rodean, a tal punto que si la administración de justicia no funciona a cabalidad, este mal deviene en una práctica o uso social “tolerable”, ya que no hay costo ni pena en delinquir ni en usar la violencia. Poco a poco, ese ejemplo distorsiona los valores básicos de la sociedad y de las futuras generaciones, como un todo.
Ejemplo de ello es que a principios del siglo XX, al ser entrevistado uno de los más ricos y poderosos magnates estadounidenses y solicitarle resumir en una palabra qué quería del futuro ahora, que lo había alcanzado todo económica y políticamente, él contestó: “Más”. Irónica es también la historia de que ya agonizando Stalin, aún seguía dando instrucciones sobre la vida y bienes de sus súbditos, en la Unión Soviética.
Igual pasa, cuando enseñamos a nuestros hijos, desde pequeños, a jugar Monopolio, un juego cuya meta es destruir a los adversarios y apoderarse de todos los bienes posibles en el tablero. De forma que triunfa quien al final tenga más dinero. Pero nos olvidamos de enseñarle la lección más importante, de que no importa quién ganó o perdió el juego, al final todo vuelve a la caja. No te quedas ni te llevas nada.
Cuentan que Alejandro Magno, ya cerca de la muerte, reunió a sus generales para pedirle que le cumplieran tres deseos póstumos: que su féretro fuera cargado por los más famosos médicos del imperio, que a lo largo del trayecto repartieran las riquezas acumuladas de sus conquistas y que lo enterraran en una simple caja de madera, con las manos fuera del ataúd. Al solicitarle que explicará el porqué de esos inusuales pedidos, manifestó que quería que todo el mundo viera que ni Alejandro el Grande, con la ayuda de los doctores más connotados, podía escapar a la muerte; que todas las riquezas de sus conquistas quedarían en manos de los pueblos incorporados al imperio, y que así como vino al mundo, solo y sin nada, se iba del mundo solo y sin llevarse nada. Tremenda lección del quizás más grande y poderoso conquistador de la historia.
Quienes deseen profundizar en esta reflexión pueden leer el libro del Eclesiastés que, de forma brillante y en probable referencia al gran rey Salomón, a final de cuentas lo resume todo en una frase: “Vanidad de vanidades todo es vanidad”.