Cambiar O No Cambiar Regímenes, Esa Es La Cuestión
El presidente Barack Obama, tras asegurarle a su amigo John Kerry que Cuba, últimamente, se comporta dulcemente, como el Vaticano, eliminó a la isla de la lista de países que colaboran con el terrorismo.
Era previsible. Obama había advertido en Panamá que su gobierno renunciaba al cambio de régimen. La lista de países vinculados al terrorismo formaba parte de esa estrategia. Era un sambenito político destinado a infamar adversarios en el largo camino del desplazamiento.
No obstante, se trataba de una descripción justa. La isla lleva décadas colgada del brazo de la peor gente del planeta: desde Carlos el Chacal hasta la adiposa dinastía real norcoreana, pasando por Gaddafi y las narcoguerrillas colombianas, pero el deseo de Obama es olvidar los agravios y comenzar una nueva vida.
Pronto devolverá la base de Guantánamo. Eso estaba previsto en la Ley Helms-Burton cuando Cuba fuera libre, pero Obama no quería esperar la llegada de tan incierta fecha. Solicitó a un bufete amigo un informe legal sobre sus prerrogativas para desprenderse del territorio y lo obtuvo.
El segundo paso será recibir de la Marina un memorándum en que se explique que, en efecto, la base es costosa y tiene escasa utilidad militar. Opinarán que puede y debe clausurarse.
El tercero será relocalizar o liberar a los prisioneros islamitas acusados de terrorismo. No es extraño que el acuerdo incluya el compromiso de que, por un periodo, el territorio no sea utilizado como base militar.
En rigor, todo esto es escasamente importante, salvo un dato clave: la cancelación de la voluntad estadounidense de cambiar los regímenes enemigos y sostener a los amigos con los que hay coincidencias de valores e intereses. Esa es una modificación sustancial de la visión y la misión internacional de Estados Unidos (EU).
Hace 70 años que en Bretton Woods, New Hampshire, F.D. Roosevelt asumió la cabeza del mundo democrático que creía en la libre empresa. Esa responsabilidad, aceptada cuando los nazis daban las últimas boqueadas, primero fue económica –de eso se trataba Bretton Woods–, pero luego la completó Harry S. Truman en el terreno político tras el sordo estallido de la guerra fría.
En esencia, los objetivos de ese conflicto consistían, ante todo, en tratar de cambiar a los regímenes enemigos y de sostener a los amigos porque se pensaba que era un juego de suma-cero. Lo que perdía Occidente lo ganaba la URSS y viceversa. A eso, entre otras funciones, se dedicaban la Agencia Central de Inteligencia (CIA), el Departamento de Estado, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), el Plan Marshall, la Agencia Internacional para el Desarrollo (AID), la Voz de América (VOA), la Organización de Estados Americanos (OEA), la Agencia Estadounidense Antidrogas (DEA) y el resto de las aguerridas siglas del mundillo financiero. Era parte de su misión.
Dentro de ese esquema, Washington sostuvo a Grecia y a Turquía, reconstruyó a Europa occidental y Japón, frenó y deshizo la invasión de Corea del Norte a la del Sur, impidió que Italia y Francia fueran controladas por los comunistas, pero no que Vietnam les ganara una guerra devastadora. Contribuyó a dar un golpe antisoviético en Irán, derrocó a Jacobo Arbenz en Guatemala y, lateralmente, a Salvador Allende en Chile.
Perdió, sin embargo, en Cuba, y por no revertir esa derrota volvió a perder en Nicaragua, en Angola y en Etiopía, porque Cuba era un nido de ametralladora en movimiento al servicio del totalitarismo y del propio instinto aventurero de Fidel Castro, una especie de Napoleón caribeño, incansable y fecundo, capaz de parir en la vejez, ya medio muerto, a Hugo Chávez, al Foro de Sao Paulo y al Socialismo del Siglo XXI.
Obama tiene al menos dos graves problemas con su anulación de la voluntad estadounidense de cambiar y sostener regímenes. El primero es que casi todo el aparato burocrático estadounidense, dedicado a proyectar el poder de Washington en el extranjero, ha sido concebido y moldeado para apoyar a los amigos y tratar de reemplazar a los enemigos. No es fácil detener la inercia que se genera durante siete décadas de instituciones y leyes.
Y el segundo, y más importante, es que, aunque Obama cancele unilateralmente su enemistad, aunque cierre los ojos, como los niños dedicados a la magia, y decida que los enemigos de EU han dejado de serlo, los adversarios de la democracia, el pluralismo y el mercado seguirán combatiendo para cambiar regímenes, como sucede en América con la sagrada familia neopopulista de la Alba, o como ocurre en el Medio Oriente con Irán, que desestabiliza a Yemen, conspira en la Franja de Gaza y amenaza a Israel con destruirlo y lanzar a los judíos al mar.
Es posible que Obama haya decidido dejar de cambiar o apoyar regímenes. Sus enemigos, muy felices, piensan otra cosa. Para bailar este tango también hacen falta dos.