Injusticia en la casa de la justicia
Mucho se habla de los principios fundamentales del proceso penal y, de forma retórica, se sostiene que el pilar fundamental sobre el que descansa la seguridad jurídica es el principio del debido proceso. Sin embargo, sobre el tamiz del ejercicio forense y desde la perspectiva de un usuario más del sistema –en calidad de abogado litigante particular– afirmo que la justicia no puede encontrar una realización plena del principio del debido proceso, mientras que a los encargados de administrar justicia se les conculquen sus derechos fundamentales.
Es inconcebible que en este país, que acaricia las mieles de un franco crecimiento en la región, la mayoría de jueces y magistrados, así como el personal bajo sus cargos, no tenga estabilidad laboral, en abierta vulneración del principio de la independencia judicial que pregona el artículo 6 del Código Procesal Penal, vigente en todo el territorio.
La judicatura no es tarea sencilla. En teoría los jueces y magistrados no deben empeñar su criterio ni a la censura pública ni a las llamadas ni a las directrices de los altos jerarcas de la Corte Suprema, pero cómo evitar el temor, si sus puestos penden del hilo de sus superiores, pues a muchos se les renueva contratos cada año. Para conseguir aquella libertad de pensamiento y defensa de la fiel convicción, bajo el más estricto apego a la legalidad, se necesita que los jueces y los magistrados no sientan miedo por razón de que sus motivaciones puedan causar incomodidad o rechazo del sentir popular o, lo que es peor aun, de sus superiores.
Hoy por hoy cobra vida aquella lapidaria frase del maestro uruguayo Eduardo Couture: “El día en que los jueces tienen miedo, ningún ciudadano puede dormir tranquilo”. Por eso, el Estado debe proteger a la justicia y a los jueces, a estos dotándolos de una real y efectiva estabilidad laboral. El único temor que deben sentir ellos es el de contrariar la razón, las máximas de la lógica o la sana crítica. Bajo ningún concepto, deben sentir que su apego a la ley y a la razón, materializado en la motivación de una decisión, sea una mancha en el ejercicio de su carrera. Los que administran justicia merecen respaldo y protección para que alcancen sus loables propósitos y, con plenitud y firme convencimiento, condenen a quien tengan que condenar; absuelvan a quien tengan que absolver, y fallen en estricto derecho lo que tengan que fallar, libre de aquella atadura que causa la inestabilidad laboral.
Urgen reformas encaminadas a hacer cumplir lo que la ley prevé, puesto que está consignado: “Se garantiza la independencia interna y externa de los jueces, así como su imparcialidad. La imparcialidad de los jueces exige su inamovilidad en el cargo, su desempeño con la debida probidad y el respeto al principio del juez natural”. Si solo hubiera la voluntad para poner en práctica el principio de la independencia judicial, el sistema daría más satisfacción a los usuarios. Es bueno soñar que un día no lejano alguien que en realidad se interese por la justicia reivindicara los derechos laborales de los jueces y magistrados. Quizá sea mi pensamiento tan utópico como esperar que los magistrados de la Corte no emerjan de aquellos que le hacen favores al Presidente de la República, o que algún día los magistrados sean seleccionados del seno de la judicatura, como corolario de una vida dedicada a la fiel y recta administración de justicia.