La ciudad sospechosa
La ciudad de Panamá es como un espacio de sospecha. Nada es lo que parece y lo que parece ser haría pensar a los investigadores de una CSI de ciudades que la capital del país oculta elementos no confesables. No hay crecimiento económico que sustente tanto despilfarro, no hay turismo que llene tanto restaurante elegante, no hay brasileños ni venezolanos que compren en tanto centro comercial de lujo, no hay realidad que concuerde con esta ficción de estética neotraqueta ni nuevos ricos suficientes para tanta oferta desmesurada.
La ciudad es sospechosa de lo que casi todo el mundo piensa. Los edificios sin límite son vendidos, pero no habitados, los carros de lujo se distribuyen como hojaldras en desayuno campesino, y la estridencia estética ha llegado para quedarse. Y, en esta orgía aparentemente infinita, nadie parece preguntarse en público de dónde sale el maná, hasta cuándo perdurará, qué país puede ser este en el futuro, si en el presente es un juego chinesco en el que se ha perdido todo control.
Tampoco parece que se pregunte mucha gente qué ocurre con el panameño o la panameña de a pie. Ese que ve cómo el salario mínimo crece, pero siempre muy por debajo de los desorbitados precios del alquiler, de la comida o del transporte. ¿Qué ocurre con esa otra ciudadanía, la de segunda, que ha sido destinada, por decisión oficial, a ser la mesera, mucama, chofer o prepago de los participantes en la orgía luminosa de la capital? ¿Cómo se gestionarán en el futuro las tensiones entre grupos y clases sociales en una ciudad en la que los panameños normalitos están condenados a ser los sirvientes invisibles de la parte visible?
Las autoridades siguen ensimismadas, autoengañadas, enredadas en un trampantojo semántico en el que prosperidad es equivalente a rascacielos, modernidad a palabras en inglés, empresa a comercio, cultura a espectáculo, ciudadano a sirviente, y libertad a horarios de apertura comercial. Las autoridades andan poniéndole aire acondicionado a una catedral (símbolo extremo del despiste materialista-espiritual del presidente vendedor de guaro), vendiendo Panamá como lugar ideal para bodas derrochadoras, y haciéndose los locos ante las dimensiones bíblicas del blanqueo de dinero que se está produciendo delante de sus ojos.
Así le ocurrió a Medellín (ciudad ejemplar para algunos de los responsables políticos de la ciudad de Panamá): todo el mundo, de forma directa o indirecta, celebró la narcofiesta sin límites que construyó modernos edificios, financió cultura y recreación, y llevó canchas y dispensarios a las comunas más desfavorecidas… hasta que no hubo vuelta atrás y la genética urbana de la ciudad quedó bajo control de las mafias y sus antojos de mal gusto estético y de ausencia ética.
Panamá lucha de forma permanente por salir de las listas de paraísos fiscales al mismo tiempo que su capital aparece en una buena posición en la lista de lavamáticos del dinero inconfesable. Alguien me podría preguntar ¿cuál es la diferencia? Es sencilla: el paraíso fiscal evita impuestos, el lavamático contemporáneo recicla plata a base de ‘inversiones’ de dudosa rentabilidad.
Soy un amante de ciudad de Panamá. De la que conocí hace unos lustros, de la que aún conservaba un aroma de pueblo grande, de gran familia; de la ciudad de Panamá con olor a mar y con ese espíritu caribeño en medio del Pacífico; de la ciudad de los afroantillanos, de los chino-panameños, de los interioranos en busca del otro, de los zonians rezagados rastreando su lugar en el mundo; de la ciudad sin tanto lujo, pero con mucha más identidad; de la ciudad de mercaderes propios, de la capital asaltada de vez en cuando por los delirios ajenos. Ahora todo parece fuera de control. De nada servirán planes de desarrollo urbanístico o iniciativas de infraestructuras y servicios si, antes, alguien no se sienta a pensar el alma de la capital. Los países, las ciudades, las sociedades, son entes vivos que necesitan de un proyecto vital, un horizonte anímico, un coctel de vitaminas para soñar. La ciudad sospechosa parece vacía de alma y repleta de cemento y silencios, de supuestos no verbalizados y de trampas delincuenciales legalizadas por el poder de la plata.
No estaría mal que desde la Alcaldía se convocara un gran congreso para repensar esta ciudad en lo anímico, en el que sus habitantes, los de verdad, pudieran proyectar –con el alma antes que con la chequera– un espacio urbano que deje de ser un lavamático para convertirse en un ágora abierta, honesta, diversa y plural. ¿Será posible.