Una campaña política y una reforma electoral
Esta primera semana de marzo del 2016 resulta de especial interés, tanto en Panamá como en Estados Unidos, porque se tomarán decisiones políticas de relevancia para escoger los futuros gobernantes en ambos países. En cada caso, los ciudadanos queremos que sean los mejores. Al momento de redactar estas reflexiones no conocemos los resultados del ‘Supermartes', como se le denomina a sendas primarias celebradas en un mismo día en varios estados de la Unión, que tienden a definir una candidatura presidencial entre varios aspirantes; ni tampoco conocemos las reales intenciones con que se iniciará formalmente el primer debate de las reformas electorales propuestas por la CNRE, ya salvado el período preliminar de consultas públicas. Pero, desde ahora y en buena medida, ambas circunstancias encauzarán el resultado de nuestras respectivas próximas elecciones.
Nos interesa la campaña en Estados Unidos —donde uno(a) de cuatro señores y una señora será su próximo(a) mandatario(a)— por nuestras estrechas relaciones históricas y nuestras actuales relaciones de toda índole. Vemos una campaña que nos resulta familiar: atractivas promesas electorales poco realizables, campañas negativas y ataques personales. Además, ya el propio presidente Obama alertó sobre la excesiva influencia del dinero privado sobre campañas y candidaturas, aportado a través de las PACs.
Promesas recurrentes abundan, pero parecen ignorar que la mayoría son irrealizables sin anuencia del legislativo. Prometen reformar un sistema impositivo complicado; unos eliminarían el impuesto a los asalariados; otros establecerían un impuesto único a todas las rentas, gravando solo ingresos originados dentro del país, igual que Panamá, al cual entonces tildan de paraíso fiscal. Unos proponen rebajar el impuesto a grandes contribuyentes para que así surjan recursos que serían eficientemente distribuidos en el curso normal de más negocios privados; otros proponen lo contrario, aumentando la carga impositiva de los más ricos para que el Gobierno pueda reforzar sus programas sociales. Una promete subir el salario mínimo; otro promete educación menos costosa. Uno prometía reparar todas las carreteras del país; otro, construir un muro en la frontera sur para impedir la entrada de inmigrantes; otro asegura que esas personas son necesarias en labores rechazadas por los nacionales. Todos alegan preocuparse por las desigualdades.
Entre debates, se lanzan dardos personales. Uno, acusado como experto en quebrar empresas; otra, que inspira desconfianza porque, siendo ministra, utilizó correos electrónicos personales para tratar asuntos gubernamentales; otro, un fanático religioso que votó a favor de una ley pero ahora se contradice; otro, un neófito que no ha sabido manejar bien sus cuentas personales; otro, un peligroso ‘socialista'. Etcétera.
Si ese ambiente es inevitable en todas las campañas electorales, al menos las reformas propuestas a nuestra Asamblea deberían adoptar medidas que mitigasen desmanes parecidos que malograsen el ambiente electoral; solo así el elector podría formarse, en la tranquilidad de su conciencia, una opinión válida sobre la real capacidad, la honestidad y la trayectoria del candidato.
Todos los seres humanos, como animales políticos, somos muy parecidos, no importa si se trata de un país desarrollado, o uno emergente como el nuestro. Las ambiciones personales de los políticos, sanas o egoístas, son similares; el dilema consiste en el sano deseo de hacer el bien, o la intención egoísta de beneficiarse personalmente o de favorecer a una elite. Las exageradas promesas electorales y los ataques personales son calcados, difíciles de erradicar: ‘la pelea es peleando' sigue el libreto conocido.
Pero también es parte de nuestra naturaleza intentar siempre cultivar las buenas prácticas que apuntalen lo correcto en todas nuestras relaciones. En ambos países esta primera semana de marzo del 2016 marcará un hito en esa dirección.