Una extraña soledad

Qué más dará una fecha que otra si el tiempo es usura de la vida? Pero los seres humanos necesitamos la celebración siguiendo el curso de la naturaleza. Antes, celebraban la siega o la vendimia, los ritos de amor o de paso. O fiestas religiosas que coincidían con ancestrales costumbres relacionadas con los ciclos de la agricultura.

Sabíamos que por Navidad comenzaba un tiempo de celebración. No sabíamos que contribuíamos al canto de la vida que supone la fiesta del solsticio de invierno para que no se acabase la luz y volviera a salir el sol después de la noche más larga del año.

Hoy celebramos el permanecer vivos y tratamos de dar sentido a cada momento de nuestra existencia porque se nos escapa el sentido de una vida. Algo no va bien en el mundo y no nos atrevemos a acometer las causas contentándonos con aliviar algún efecto de esa injusticia estructural, para calmar algo la conciencia, de ahí limosnas y aguinaldos. Pero nos echamos a la calle a comprar para este o para el otro, mientras el resto del año no encontramos momento para saber cómo se encuentra, para escucharlo. Así corremos el riesgo de convertir “al otro” en objeto de nuestra solicitud, cuando el otro siempre es sujeto que sale al encuentro y nos interpela.

Esta es nuestra asignatura pendiente, escuchar y acoger, dejarnos querer sin abrumar con nuestros consejos o con nuestros regalos. Dejar a las personas como están sin intentar cambiarlas. ¿Por qué cuando alguien dice que nos quiere pretende cambiarnos? Pero si tú me has conocido así, como un disparate que contrastaba y complementaba el tuyo, ¿por qué ahora que vamos madurando pretendemos cambiarnos? Deja a las piedras que sean piedras sin intentar transformarlas en pan. Cuando nos conocimos, yo era un abedul y tú una palmera, nos reíamos y nos sabíamos alas de un mismo vuelo, no nos deteníamos a mirarnos uno al otro sino que aprendimos a mirar juntos en la misma dirección. Aprendimos a compartir el pan y el vino pero sin morder el mismo trozo ni servirnos del mismo vaso. Aquel día, después de una crisis, comprendimos las palabras de Khalil Gibrán: sed como las columnas del templo, todas sostienen la bóveda pero el aire circula entre ellas.

Nos obligamos a reír y a divertirnos: nos divertimos, nos apartamos de nosotros mismos y del camino, extraviándonos. ¿No es en estas fiestas cuando nos acomete una extraña soledad, una especie de vacío que llamamos nostalgia y que no es más que hastío? Se diría que tenemos que caer bien a todo el mundo, felicitar hasta a las farolas y empeñarnos en retrasar la hora del sueño, como si temiéramos no seguir viviendo.

Esta es la más oculta razón de los ritos en el solsticio de invierno mientras que, en el de verano, por San Juan, tenemos que celebrar con cantos, bailes y hogueras la necesidad de afirmarnos y aceptarnos, para asumir nuestra maduración y tratar de ser coherentes con las aportaciones de ese tiempo nuevo que vamos haciendo, porque el tiempo no existe. Según lo vamos necesitando lo vamos hilando; por eso hay un tiempo cronos, siempre igual, y un tiempo kairós, un tiempo existencial, de plenitud y de alborozo, de celebración y hasta de exceso. Como aquel tiempo que eternizaba Zorba cuando bailaba el sirtaki en la playa inmensa sin consuelo por la muerte de su único hijo.

Por eso, tenemos que aprovechar todos los momentos especiales para hacernos cómplices con la vida y sostener con Sábato: Tengo la convicción de que debemos penetrar en la noche y, como centinelas, permanecer en guardia por aquellos que están solos y sufren el horror ocasionado por este sistema que es mundial y perverso. Un grito en la mitad de la noche puede bastar para recordarnos que estamos vivos, y que de ninguna manera pensamos entregarnos. Reconocer que nos debemos a nosotros mismos un gesto absoluto de confianza en la vida y de compromiso con el otro. Así lograremos trazar un puente sobre el abismo. Es una decisión que en este momento nos debe abrasar el alma. Como el auténtico honor, que no es sino un reconocimiento que la persona de bien se hace a sí misma. Y el camino, como sugería Kafka, consiste en ahondar en el propio corazón porque eso significa ahondar en el corazón de todos los seres humanos. Ya que todos nos buscamos sin saberlo

 

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