El poder de la Corte Suprema

La verdadera dimensión del poder que ostenta la Corte Suprema de un Estado la revela una interesante  historia. O acaso fábula– que narra el pasaje de un humilde molinero de Prusia, quien fue intimado por el emperador Federico II, el Grande, a venderle su finca, bajo amenaza de expropiación, a lo que aquel se negó, contestando con convicción: “Aún hay jueces en Berlín”.

Hoy esa frase denota al mismo tiempo la confianza del ciudadano común en la actuación del tribunal supremo y la fortaleza de las instituciones públicas, frente al poder ejercido arbitrariamente. La Corte Suprema ostenta este enorme poder por la doble misión institucional que tiene encomendada, consistente en guardar el orden constitucional preservando las libertades públicas y demás derechos fundamentales (casi siempre frente a las actuaciones de las autoridades públicas), así como en resolver de modo final y definitivo los conflictos de intereses entre particulares. El factor común en esta doble vertiente es que esa misión se ejerce siempre en beneficio de las personas consideradas individual o colectivamente. Y es este gran poder lo que hace que las decisiones de la Corte Suprema puedan moldear el perfil de una sociedad, al trazar un límite infranqueable entre el poder del Estado y los derechos fundamentales de los particulares.

La historia de Estados Unidos es ilustrativa: en el atroz fallo Dred Scott de 1857, la Corte Suprema reconoció la legalidad del sistema esclavista, al resolver la demanda de un esclavo, escapado del sur y radicado en territorio no esclavista, de ser reconocido como un persona libre, cuando sentó el criterio de que las personas de raza negra no eran ciudadanos y, por tanto, carecían de legitimidad para demandar. Esta decisión contribuyó a detonar la guerra civil en cuyo marco el presidente Abraham Lincoln proclamó la abolición de la esclavitud.

Un siglo después, en 1954, la Corte Suprema adoptó en la sentencia Brown una decisión histórica en sentido contrario, al declarar que la segregación racial en las escuelas era contraria a la Constitución, negándole validez al principio “iguales, pero separados”. Ante la resistencia de las autoridades del estado de Arkansas a acatar ese dictamen judicial, el presidente Dwight Eisenhower ordenó que tropas federales escoltaran a nueve estudiantes negros para ingresar a un colegio secundario en Little Rock. Así se comenzó a desmantelar la segregación racial institucionalizada en ese país.

Ahora, en 2015, la Corte Suprema estadounidense ha vuelto a ejercer en forma impactante su facultad de interpretar la Constitución, reconociendo en el fallo Obergefell la existencia del derecho al matrimonio homosexual, en decisión de cinco contra cuatro. La Corte declaró que, conforme a la decimocuarta Enmienda de la Constitución, los estados de la Unión están obligados a celebrar y reconocer los matrimonios entre personas del mismo sexo. Esta decisión dividida provocó una álgida controversia sobre el alcance del poder de la Corte Suprema. La mayoría sostuvo el criterio de que el tema debatido era solo si la Constitución protege el derecho de parejas del mismo sexo a contraer matrimonio, concluyendo afirmativamente con base en el principio de igualdad; la mayoría recurrió también a un argumento emocional, expresando que “No hay una unión más profunda que el matrimonio”. En contraste, la minoría sostuvo enérgicamente que, de acuerdo con la propia Constitución, corresponde privativamente a cada estado definir legislativamente si el matrimonio es una unión de un hombre con una mujer o si quiere expandir esa definición, por lo que la Corte Suprema usurpa esa atribución al obligar a los estados a celebrar matrimonios entre parejas del mismo sexo.

Un ejemplo especialmente aleccionador del poder bien ejercido por una Corte Suprema es la decisión de la Corte Constitucional de Colombia que cerró, en 2010, las puertas a una segunda reelección del presidente Álvaro Uribe, a pesar de la inmensa popularidad de que gozaba el gobernante. La Corte señaló que la convocatoria a consulta popular para aprobar la reelección estaba formalmente viciada por irregularidades cometidas en el desarrollo de esa iniciativa, pero recalcó que de todas maneras una segunda reelección conculcaba los principios de separación de poderes, igualdad, alternancia democrática y el sistema de pesos y contrapesos consagrados en la Constitución de 1991.

Pero ese poder solo se materializa cuando los pronunciamientos de la Corte Suprema son respetados por la sociedad de forma que las autoridades públicas no puedan rehusarse a acatarlas. A su vez, que haya o no ese respeto y acatamiento depende primordialmente de la credibilidad que sus decisiones merezcan, por la solidez de su argumentación y la reputación de sus miembros.

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