El turno de los jueces

De sobra sabemos que las investigaciones relacionadas con las actuaciones de funcionarios del Gobierno pasado, que hoy adelantan los fiscales, terminarán en despachos de jueces y magistrados, a quienes corresponderá la última palabra. Hasta ahora la atención y presión ciudadana se han centrado en esas pesquisas y, aunque algunos aducen un grado de selectividad en perjuicio de ciertos procesados, todos reclaman mayor celeridad en las investigaciones. Hemos insistido en que lo juicioso es otorgar el tiempo necesario para poder comprobar hechos que sustenten todas las conclusiones. De nada vale apresurar hoy para terminar con expedientes deficientes y procesos frustrados.

La percepción ciudadana sobre la justicia que nos administran es justificadamente pobrísima. Los propios magistrados de la Corte se han referido reiteradamente a la compra de fallos, al tráfico de influencias, a la corrupción rampante, y a presiones externas para anular el criterio independiente de jueces deshonestos. Recordamos que el magistrado entonces presidente, ahora encarcelado, justificó y sustentó un proyecto de ley que pretendía, según lo señaló, establecer controles para erradicar la venalidad rampante en los tribunales. A nadie extraña que encuesta tras encuesta asigne a la justicia los últimos niveles de confianza y credibilidad.

¿Qué podemos esperar de un organismo desmotivado y vilipendiado como es hoy el Órgano Judicial, cuyos funcionarios desarrollan sus actividades rodeados del desorden, la opacidad y apiñamiento típico de nuestros juzgados y tribunales?

Los casos de alto perfil que se ventilan actualmente involucran a un centenar de anteriores funcionarios y otros tantos individuos a quienes se acusa de haber participado con ellos en actividades delictivas. Salvo algunos casos que se ventilan directamente en la propia Corte Suprema de Justicia, la mayoría de estas acusaciones terminarán en el despacho de algún juez de inferior jerarquía. No resulta difícil imaginar o prever las fuertes presiones que se ejercerán sobre estos individuos por tener en sus manos la decisión de culpabilidad o inocencia de los acusados. No es descabellado anticipar ofertas monetarias o de otra índole ni sospechar que muchas de las presiones serán una llamada a la conciencia mal entendida de un juez para lograr que se doblegue ante argumentos espurios de la defensa.

No se trata de promover una especie de linchamiento público, porque no sería el clamor justo de una sociedad justa. Se reclama dar a cada quien su merecido: si es una condena, que así sea; si es lo contrario, también se hace justicia. Por eso, hoy más que nunca, porque vivimos circunstancias excepcionales, necesitamos que jueces y magistrados se compenetren de la grave responsabilidad que tienen de juzgar todos los casos con independencia de criterio, valentía y apego a la ley.

Debemos exigir que los juicios sean abiertos y públicos, excepto cuando se ventilen asuntos de seguridad pública o relaciones diplomáticas. Debe darse a la luz pública cada una de las sentencias cuando ya la reserva del sumario así lo permita para que podamos comparar homogeneidad de resultados con pruebas similares. De igual manera, una vez dictada la sentencia —condenatoria o no— ella debe ser minuciosamente analizada por expertos para llevar a la opinión pública el convencimiento de que el juez actuó correctamente.

Se necesitan jueces íntegros y valientes, capaces de analizar con criterios objetivos los resultados que arrojen las pesquisas que los fiscales hayan puesto en sus manos, y capaces de sustentar y defender sus sentencias. Ojalá haya muchos héroes en esta cruzada. Ellos quedarían satisfechos de haber cumplido su deber con la nación para orgullo de sus familias y de sus descendientes. Les corresponde devolver confianza y credibilidad a la estropeada administración de justicia.

 

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